Asociación Cultural Bell Stare

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El Abuelo

obre abuelo!", "¡Con lo pito que estaba!", "¡Sí, nunca se sabe cuando nos va a tocar!". Vamos, los típicos comentarios que se hacen con el finado de cuerpo presente.

Allí estaba el abuelo paterno de Arturo, con los algodones en la nariz, como si se hubiera dejado algo de espuma de afeitar aquella misma mañana, encastrado en un cajón de la calidad que él merecía, jalonado por cuatro gruesos cirios y un ejército de enlutadas plañideras.

Hasta aquí todo normal. Quien más quien menos se queda sin abuelo una o dos veces en su vida. Lo que ya no le pareció tan normal al joven Arturo es que su abuelo hubiera elegido el viernes de las fiestas de agosto para dejar de existir, con el consiguiente trastorno que aquello iba a ocasionarle. Su madre ya le había advertido que ni se le ocurriera irse por ahí un día como aquel. El cadáver tendría que permanecer toda la noche en casa, ya que no le iban a dar sepultura hasta el día siguiente.

No le fue difícil abstraerse al ambiente del velatorio ya que tenía muchas otras cosas en qué pensar: Cecilia subía aquel mismo día de Castellón y sólo se iba a quedar hasta el domingo; además,  sus amigos habían pillado diez talegos, que él sabía que se consumirían aquella misma noche, al igual que los cirios de su abuelo. Para colmo, vio pasar a los de su panda con cables, focos y una nevera hacia la cochera que les habían dejado para ultimar el montaje de la peña, mientras otro grupo se afanaba por acabar de montar las barreras para el toro de fuego. Toda aquella conjunción de acontecimientos hizo que se pusiera nervioso, cuan  cachorro de tigre enjaulado.

Empezó a darle vueltas a la cabeza: "¿Quién me garantiza a mí que el que dice ser mi padre en verdad lo sea?", acertó a pensar su revuelta materia gris. Por la misma regla de tres concluyó que la posibilidad de que aquel anciano de rostro cerúleo fuera su verdadero abuelo era aún más remota. Aquel pensamiento terminó de esfumar los remordimientos de su conciencia y, sin dar mucho portazo, se marchó a la calle.

A LA MADRE DE UNA AMIGA

Recuerdas las dulces tardes
que charlabas con mi abuela
sentadas en los maderos,
junto a la carretera,
mientras tu hija y yo jugábamos
a saltar en la cochera,
y los hombres venían
de trabajar la tierra.

Dichosos aquellos días
de juventud e inocencia,
cuando los gatos dormían
a los pies de tu puerta.

Pero el tiempo pesa y pasa
y pisa a quien te rodea,
y te llevó de la casa,